lunes, 17 de diciembre de 2012


Aquella noche las balas asesinaron la lluvia y la carne, el monzón se hizo dueño de aquella explanada y los soldados caían como muñecos de trapos sobre el empantanado suelo. La noches crepitó en miles de fogonazos escupidos por los fusiles, como las cámaras de fotos que se afanan por capturar cada instante en la alfombra roja la noche de la entrega de los Oscar, pero el júbilo no era júbilo, sino histeria, los flashes no eran flashes, sino pólvora ardiendo y la alfombra roja no era de terciopelo, sino de sangre.
La mañana trajo silencio, un cielo despejado y un penetrante aroma a muerte. Cuerpos apilados eran bañados por los primeros rayos del alba, y los ojos céreos de aquel muchacho se fijaban fervientemente en el rostro hundido en el barro de aquel soldado. Era el único que había sobrevivido a aquel infierno de plomo, sangre, gritos y fuego, el único con vida en aquella llanura de miles de cuerpos vacíos y dos banderas.
Miraba el agua evaporarse bajo la cara hundida en el barro del exánime soldado y sólo podía pensar en una cosa, en el ciclo del agua, su memoria le había devuelto a la aula donde se estaba impartiendo el ciclo del agua en la calse de naturales. Todos sus compañeros eran aquellos soldados muertos, y no importaba los colores de la bandera que llevaban en el uniforma, todos tenían cabida en aquella clase y todos atendían lo curioso de aquel ciclo. La profesora mostraba el esquema dibujado en la pizarra, señalaba el primer paso que era el de la evaporación, aquella misma que él estaba viendo bajo el rostro del soldado.